9/13/2008

De cómo nos trata la vida

Fue hace ya unos cuantos años, en la Calle del Carmen, frente al Corte Inglés. Yo venía desde Gran Vía. Diciembre apretaba a los transeúntes con un despejado cielo y un infernal frío.

Era una señora bajita, pero rechoncha, mayor. Llevaba el pelo blanco, con algún resquicio de tinte rubio, del color y la sensación que dan los frescos antiguos mal conservados. La cubría un anorak enorme, de color vaquero, más bien sucia.

Allí parada, sola, entre una multitud cargada de bolsas repletas de compras parecía una extraterrestre. Como un buzón de correos en medio del bosque. Además, era casi invisible. Su voz parecía no resonar en esa calle bulliciosa, pues no llamaba la atención de nadie.

Yo la estaba mirando y al llegar a su altura me dijo "señor, deme una ayuda para comer, que mi marido está enfermo y yo no puedo trabajar". Yo no llevaba dinero. A pesar de que esa excusa la he usado cien veces (mea culpa, mea hipocresía y egoísmo) en esa ocasión era cierto.

"Gracias, señor, gracias" me dijo. Y algo se me iluminó, quizá en la cabeza, quizá en el corazón. A lo mejor fue un poco de calor que desheló mi conciencia.

Le pedí que me acompañara dentro de El Corte Inglés, porque sí llevaba las tarjetas de crédito, y algo podríamos comprar. "Gracias señor, gracias" me repitió mientras nos encaminábamos cruzando el gentío hacia la puerta de los grandes almacenes.

Después me di cuenta de que todo el tiempo que estuvimos juntos me llamó señor. Soy joven y lo era aún más cuando me sucedió aquello, cuando aquella mujer bajita me dejó ser un poco mejor. Mi aspecto era juvenil, informal, pero no dejó de llamarme señor. Bendita educación, bendito respeto.



Entramos en El Corte Inglés, ante el asombro del guardia de seguridad, que seguramente conocía a la pedigüeña de verla allí delante, fuera, tras los cristales y el chorro de aire caliente que marca la frontera de los pudientes. Bajamos a la última planta, donde está el supermercado y cogí una cesta de la compra.

"Bueno señora... veamos qué necesita", le dije, "¿puede ser un poco de pan?" me preguntó. A esas alturas yo ya tenía un nudo en la garganta y en alma, una inquietud profunda y sincera que no dejaba de hacer que me planteara de forma abstracta y primitiva porqué la gente es tan diferente y porqué son tan diferentes sus destinos y sus bienes.

Recorrimos los pasillos echando a la cesta lo que la mujer me iba indicando, preguntando siempre antes "¿Esto puede ser señor?" y diciendo una y otra vez "gracias señor, gracias".

Pasamos por el lineal de la comida embasada y me preguntó si podía llevarse una lata de judías, porque a su marido, enfermo del hígado le gustaban mucho, pero ella estaba también enferma y se le caían las cosas y le daba miedo cocinar. Puse tres en la cesta, y al gesto siguió su letanía, "gracias, señor gracias".

Cada vez que me daba las gracias me daban ganas de llorar.

Acabamos de llenar la cesta y la mujer me dijo que era bastante. Me dijo que bastaba, mientras miraba de reojo los pasillos, los miles de productos allí almacenados, esperando enriquecer a quien no podría citar todos sus bienes. Esperando aumentar distancias, físicas, morales y espirituales.

Esperando a convertirse en dinero y poder, en impunidad y lujo.

Una vez en la caja me ocupé de poner en la cinta todas las cosas que habíamos comprado: pan tostado, judías, embutidos, algo de fruta, verduras, arroz, pasta, tomate frito... La cajera pareció no darse cuenta de la extraña pareja que ponía la compra en su caja.

Quizá no le dio importancia, quizá cansanda y aburrida, quizá inmersa en la rutina, ni siquiera se paró a imaginar qué historia podría haber detrás de aquel joven y aquella señora maltrecha.

Fueron 5.000 pesetas. Yo sólo trabajaba los fines de semana, para pagar la carrera y no estaba muy bollante. Esas navidades, casi encima, tendría que apurar mucho con los regalos para la familia. Pero fueron 5.000 pesetas que habría sacado del infierno, del fondo de un torrente o de mis propias entrañas.

A veces la vida tiene estas cosas. A veces el destino convierte un sorbo de petróleo extraido de las profundidades de la tierra en un pequeño trozo de plástico verde con una cinta magnética. A veces, el devenir de nuestra suerte hace que con ese objeto inerte y frío se ayude, a alguien necesitado. Hablo de mi.

Aquella señora me ayudó a mi. Ayudó a mi alma urbanita y perdida en la vorágine fagocitadora del consumo, del asfalto y el frío.

Tan sólo un minuto después de verla desaparecer tras la esquina con las bolsas de la compra, andando con sus bamboleos producidos por las varices, me arrepentí de no haberla acompañado. De no haber cogido aquellas bolsas y haberla acompañado a casa, a ver a su marido.
El egoísmo me arañó el corazón por no poder recibir pago por lo pagado y no poder disfrutar de la sonrisa (si la hubo) del marido y su esposa, al ver la compra, al saber que esa semana comerían. El alivio de él al tener en casa a su pareja, a su otra mitad, sabiendo que aún inválido no tendría que verla salir por la puerta al frío, a buscar su sustento.

Me quedé allí un rato, maldiciéndome por no haberla acompañado. Por dejarme atar por la vergüenza, por el miedo, el reparo estúpido...

Aquella señora me hizo sentir como un rey, como un rey mago. Ojalá esté bien. Yo no la vólví a ver más.


(Foto: flickr.com/photos/nauj27/339837697/)

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