10/02/2012

Prometo volver a escribir...

9/24/2010

Madrid es...

Madrid es una piedra del despecho
lanzada contra una ventana.
Joder, ni siquiera queda el consuelo
de verla rota, sólo astillada.
La policía, unos metros atrás
mira la jugada y al muchacho,
que la lanza desde la calzada
y con la camiseta empapada.

Madrid es también un torso desnudo
en otra ventana, esta vez lejana.
Tan lejos, en lo que cambia un semáforo
es sólo un torso desnudo,
sin sexo y sin rasgos.

Madrid, por la noche, también es,
desde el asiento de mi auto,
una familia de etnia gitana angustiada
y un coche patrulla que lanza destellos
y luces azuladas sobre un bebé
que no entiende nada
y una explicación trasnochada
de quien la amamanta.

Pero Madrid también es
una pareja que se besa en una sombra
en un rincón si adornar.
En la promesa de amar
unos labios jóvenes y pasajeros
que no saben hablar de la escena
que pintan en esta ciudad.

Madrid es un grupo de adolescentes,
nido inseguro, cruel y banal,
el chico de las muletas
y todas ellas, que no le mirarán.

Madrid es, llegando a Vallecas,
un enano que carga una caja
Sobre la cabeza la lleva,
como un bulto con dos patas,
que mira al espectador
y recela de su mirada.

Madrid es soledad y el grito de ingrata.
Cuando te amo,
en estas noches de calor y necesidad
y tú no me amas.

Sé, que en tus entrañas lejanas,
en el tiempo y en la esperanza,
hay felicidad, aceptación,
compañía y una almohada joven,
perfumada y excitada.

Pero, puta ciudad ingrata,
no me lo das, me lo arrebatas,
y paso con mi coche
por tus venas vacías,
viendo tu corazón,
sin que por mi lata.

9/19/2010

El olvido de las cloacas

Tendría yo unos catorce años y un amigo inseparable llamado Juan. Ambos éramos amantes de las aventuras, ya fueran ciertas o figuradas. Los dos vivíamos en La Dehesa del Príncipe, junto a la colonia de Cuatro Vientos.

Allí termina la ciudad de Madrid. Poco más allá de nuestras casas comenzaba el campo, una inmensa arboleda y una dehesa que no acaba hasta que comienzan las primeras casas de Alcorcón.

Por aquellos lares solíamos caminar y hacer hogueras, construíamos casas en los árboles, refugios secretos...

Y un día dejamos de hacerlo, al encontrarnos con una red naranja a modo de valla: habían comenzado las obras de la M-40 (sí, así de mayor soy).

En medio de nuestro amado campo comenzaron a excavar una enorme zanja por la que pasaría la carretera de circumbalación. Un día, explorando las obras un día de agosto, descubrimos que la excavación había dejado al aire un antiguo túnel de alcantarillado.

Nos resultó muy curioso, porque tenía un eje que iba hacia el nordeste, y en esa dirección, en ambos sentidos, no hay nada (más o menos estaba donde muestra la imagen).


Al día siguiente regresamos pertrechados con linternas, y con nuestra imprudencia juvenil nos metimos a recorrer el túnel.

Avanzamos unos 40 metros, hasta que una sección derrumbada nos impidió el paso. El derrumbe no era nuevo ni provocado por las obras, porque estaba lleno de raíces viejas. Eso, junto al hecho de que no se veían hongos, musgos o similares nos llevó a pensar que estaba en desuso desde hacía mucho tiempo.

Investigando después descubrimos que era una construcción de estilo romano, un túnel hecho con ladrillo y un pequeño escalón longitudinal para caminar.

En Madrid se han descubierto algunos importantes restos romanos (aunque no es una zona especialmente prolífica en restos de esa época) así que mi amigo y yo pensamos que pronto saldría en la prensa y que sabríamos por fin de cuándo era y a dónde iban esas cloacas.


Nunca lo supimos. Las taparon y construyeron encima.

Prometo averiguar más del tema. Añadir imagen

9/13/2008

De cómo nos trata la vida

Fue hace ya unos cuantos años, en la Calle del Carmen, frente al Corte Inglés. Yo venía desde Gran Vía. Diciembre apretaba a los transeúntes con un despejado cielo y un infernal frío.

Era una señora bajita, pero rechoncha, mayor. Llevaba el pelo blanco, con algún resquicio de tinte rubio, del color y la sensación que dan los frescos antiguos mal conservados. La cubría un anorak enorme, de color vaquero, más bien sucia.

Allí parada, sola, entre una multitud cargada de bolsas repletas de compras parecía una extraterrestre. Como un buzón de correos en medio del bosque. Además, era casi invisible. Su voz parecía no resonar en esa calle bulliciosa, pues no llamaba la atención de nadie.

Yo la estaba mirando y al llegar a su altura me dijo "señor, deme una ayuda para comer, que mi marido está enfermo y yo no puedo trabajar". Yo no llevaba dinero. A pesar de que esa excusa la he usado cien veces (mea culpa, mea hipocresía y egoísmo) en esa ocasión era cierto.

"Gracias, señor, gracias" me dijo. Y algo se me iluminó, quizá en la cabeza, quizá en el corazón. A lo mejor fue un poco de calor que desheló mi conciencia.

Le pedí que me acompañara dentro de El Corte Inglés, porque sí llevaba las tarjetas de crédito, y algo podríamos comprar. "Gracias señor, gracias" me repitió mientras nos encaminábamos cruzando el gentío hacia la puerta de los grandes almacenes.

Después me di cuenta de que todo el tiempo que estuvimos juntos me llamó señor. Soy joven y lo era aún más cuando me sucedió aquello, cuando aquella mujer bajita me dejó ser un poco mejor. Mi aspecto era juvenil, informal, pero no dejó de llamarme señor. Bendita educación, bendito respeto.



Entramos en El Corte Inglés, ante el asombro del guardia de seguridad, que seguramente conocía a la pedigüeña de verla allí delante, fuera, tras los cristales y el chorro de aire caliente que marca la frontera de los pudientes. Bajamos a la última planta, donde está el supermercado y cogí una cesta de la compra.

"Bueno señora... veamos qué necesita", le dije, "¿puede ser un poco de pan?" me preguntó. A esas alturas yo ya tenía un nudo en la garganta y en alma, una inquietud profunda y sincera que no dejaba de hacer que me planteara de forma abstracta y primitiva porqué la gente es tan diferente y porqué son tan diferentes sus destinos y sus bienes.

Recorrimos los pasillos echando a la cesta lo que la mujer me iba indicando, preguntando siempre antes "¿Esto puede ser señor?" y diciendo una y otra vez "gracias señor, gracias".

Pasamos por el lineal de la comida embasada y me preguntó si podía llevarse una lata de judías, porque a su marido, enfermo del hígado le gustaban mucho, pero ella estaba también enferma y se le caían las cosas y le daba miedo cocinar. Puse tres en la cesta, y al gesto siguió su letanía, "gracias, señor gracias".

Cada vez que me daba las gracias me daban ganas de llorar.

Acabamos de llenar la cesta y la mujer me dijo que era bastante. Me dijo que bastaba, mientras miraba de reojo los pasillos, los miles de productos allí almacenados, esperando enriquecer a quien no podría citar todos sus bienes. Esperando aumentar distancias, físicas, morales y espirituales.

Esperando a convertirse en dinero y poder, en impunidad y lujo.

Una vez en la caja me ocupé de poner en la cinta todas las cosas que habíamos comprado: pan tostado, judías, embutidos, algo de fruta, verduras, arroz, pasta, tomate frito... La cajera pareció no darse cuenta de la extraña pareja que ponía la compra en su caja.

Quizá no le dio importancia, quizá cansanda y aburrida, quizá inmersa en la rutina, ni siquiera se paró a imaginar qué historia podría haber detrás de aquel joven y aquella señora maltrecha.

Fueron 5.000 pesetas. Yo sólo trabajaba los fines de semana, para pagar la carrera y no estaba muy bollante. Esas navidades, casi encima, tendría que apurar mucho con los regalos para la familia. Pero fueron 5.000 pesetas que habría sacado del infierno, del fondo de un torrente o de mis propias entrañas.

A veces la vida tiene estas cosas. A veces el destino convierte un sorbo de petróleo extraido de las profundidades de la tierra en un pequeño trozo de plástico verde con una cinta magnética. A veces, el devenir de nuestra suerte hace que con ese objeto inerte y frío se ayude, a alguien necesitado. Hablo de mi.

Aquella señora me ayudó a mi. Ayudó a mi alma urbanita y perdida en la vorágine fagocitadora del consumo, del asfalto y el frío.

Tan sólo un minuto después de verla desaparecer tras la esquina con las bolsas de la compra, andando con sus bamboleos producidos por las varices, me arrepentí de no haberla acompañado. De no haber cogido aquellas bolsas y haberla acompañado a casa, a ver a su marido.
El egoísmo me arañó el corazón por no poder recibir pago por lo pagado y no poder disfrutar de la sonrisa (si la hubo) del marido y su esposa, al ver la compra, al saber que esa semana comerían. El alivio de él al tener en casa a su pareja, a su otra mitad, sabiendo que aún inválido no tendría que verla salir por la puerta al frío, a buscar su sustento.

Me quedé allí un rato, maldiciéndome por no haberla acompañado. Por dejarme atar por la vergüenza, por el miedo, el reparo estúpido...

Aquella señora me hizo sentir como un rey, como un rey mago. Ojalá esté bien. Yo no la vólví a ver más.


(Foto: flickr.com/photos/nauj27/339837697/)

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9/11/2008

Atento a los vestigios de lo que fue

Es uno de mis rincones favoritos de Madrid. La pequeña calle de la Almudena.

Bajando por la calle mayor desde Sol, por la acera de la derecha, casi al llegar al palacio, está este pequeño callejón. Lo usa muy poca gente, porque es casi como dar un rodeo, y quien pasa por allí siempre tiene prisa por llegar al palacio.

En esa pequeña calle, donde el sol apenas tiene poder, donde el tiempo tiene un remanso donde tomarse un respiro, hay una 'pecera' dentro de la cual se pueden ver los restos de una antigua iglesia madrileña.

Una templo en el que seguramente se refugió más de un rufián huído de la justicia y donde algún sacerdote doctrinario y severo ejerció su ministerio. Un templo que fue.

Sobre la barandilla que rodea los restos hay siempre un anciano apoyado, atento a lo que ve, quizá preguntandose si no será el de aquellos tiempos. Preguntándose, si el bronce se hace preguntas.

Me encanta llevar a mis amigos extranjeros a dar paseos por Madrid, contarles leyendas, los porqués de las cosas, de los nombres de las calles... Una vez llevé a mi amigo Giuseppe y a unos amigos suyos por esta calleja.

Era bien entrada la noche, cuando Madrid se vuelve brujo y encantador, casi como si fuera sólo para uno mismo. Había tres chicas en el grupo. Al llegar a la esquina les dije: "pasad primero, pero tened cuidado con el viejo" no me creyeron.

Supongo que pensaron que les tomaba el pelo, que intentaba asustarlas (cosa que intentaba) así que salvaron la esquina muy resuelta. Supongo que algún vecino se removió en la cama intranquilo cuando oyó su grito... Nos reímos mucho.

Otro día os cuento más cosas de ese paseo.

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Después de tanto tiempo

Lo que son las cosas. Después de tanto tiempo, me apetece escribir. Como un amigo fiel al que pierdes la pista, mi blog estaba esperándome.

1/10/2007

Las entrañas de la ciudad

El metro es un lugar cargado de magia. El hecho de estar bajo tierra es algo que nos afecta a todos de una u otra manera. Al fin y al cabo, las brechas de la tierra, las cuevas que se internaban en su seno, fueron nustros primeros hogares y siempre hemos sentido debilidad por descubrir sus secretos.



El caso es que en el metro, aquellos que hacemos la ciudad día a día, pasamos mucho tiempo. La gente va a trabajar, a estudiar, a ver a un amigo, o a no hacer nada en concreto.



Un vagón de metro puede ser aquello que queramos que sea, sólo hay que llevar con nosotros el espíritu de la actividad que le dará ese caracter.



En un vagón de metro se puede leer,



se puede sacar adelante una carrera universitaria,




se pueden conocer otras culturas y formas de vida,



se puede vivir la realidad




o se puede soñar.

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11/28/2006

Un día gris



Estuve paseando por la calle Santa Engracia y la calle General Arrando. Tenía que hacer un recado, sin prisas y aproveché la ocasión para ver despacito esas calles.

Es una zona de edificios nobles, caros, con porteros con aire cansado y aburrido apoyados en los quicios de las puertas.


El día era nublado, y le daba a todo una pátina plomiza y somnolienta, como si todo fuera más despacio de lo habitual. En General Arrando una niña fumaba en un balcón. Se escondía tras la contraventana, de forma que apenas se le veía ni desde la casa ni desde la calle. Fumaba a escondidas, esperando que su padre, alguien importante, no la viera al salir del garaje con el coche.


Vi muchas tiendas de ropa muy caras, muchas de ropa de niño. Eran ese tipo de tiendas donde apenas hay expositores, pero hay muchas dependientas que se ocupan de ti, y te hacen el traje a medida. Eran espacios, que desde la calle prohibían la entrada a la gente normal, estableciendo claramente las barreras: puedes pagarlo, no puedes pagarlo.


Había edificios realmente hermosos, con patios interiores amplios, decorados con filigranas en yeso y piedra, con plantas. Ese día plomizo un poco tristes, decadentes, pero seguro frescos y acogedores en verano.


Es una zona peculiar, en la que todavía sobreviven algunos comercios antiguos, de cuando era la gente pobre la que habitaba una zona lejos de un centro que acabaría por fagocitarla. Sin embargo ahora, te cruzas constantemente con jovenes vestios de uniformes colegiales, de esos que tienen un escudo con leyenda en latín.


Me gustaron esas calles, pero yo era un extraño.


Salir adelante, en el suelo

No sé cómo se llama. He intentado hablar con él, pero no habla español. Por eso se sienta en el suelo, y con la mano hace gestos de llevársela a la boca, pidiendo para comer. En Gran Vía acaban de encender las luces de navidad. Enfrente, algunos gastan dinero en un sex shop, en lo superfluo. La gente entra y sale del metro como si él no fuera más que una parte incómoda del moviliario.
Estoy un rato mirándole. Le hago las fotos con el móvil. Nadie le da nada. El vaso de plástico con el que pide está vacío. Me acerco y le doy cinco euros que llevo encima. Me mira y me hace entender que está agradecido.

¿Donde dormiría esa noche? En la calle hacía frío, y el asfalto es tan duro...

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